14/04/2021PIGAFETTA, 14-04-1521

El domingo por la mañana y 14 de abril, bajamos a tierra cuarenta hombres, con dos de ellos en armadura completa y el estandarte real. Apenas nos encaminábamos, tronó toda la artillería. La población nos seguía de una a otra parte. Abrazáronse el rey y el capitán general. Díjole éste que la enseña real no se desembarcaba nunca sino con cincuenta hombres de la guisa en que andaban aquellos dos, más cincuenta escopeteros; pero, por su gran amor, había accedido a bajarla entonces. Tras de lo cual, alegres, se situaron frente a la tribuna. Sentáronse allí los dos sobre tronos de terciopelo rojos y morados, los jerarcas en cojines y otros sobre esteras.

El capitán indicó al rey por el intérprete, que debía dar gracias a Dios porque le inspirara para hacerse cristiano y que ahora vencería a sus enemigos con más facilidad que antes. Respondió que quería ser cristiano; pero que algunos de sus principales no querían, porque alegaban ser tan hombres como él. Con esto, nuestro capitán ordenó llamar a todos los gentiles hombres del rey, comunicándoles que, si no le obedecían como a tal, los mataría inmediatamente y entregaría sus bienes al monarca. Respondieron que obedecerían. Dijo al rey que, apenas llegase a España, había de regresar con tanto poder, que lo convertiría en el rey mayor de aquellas partes, puesto que fuera el primero en decidir hacerse cristiano. Levantó el otro las manos al cielo, en gracias, apremiándole a que se quedara allá alguno de nosotros, para mejor instruir a aquel pueblo en la fe. Respondió el capitán que, para contentarle, dejaría allí dos; sabrían informar a estos otros sobre las cosas de España.

En el medio de la plaza se colocó una gran cruz. Advirtió el capitán que si querían hacerse cristianos, como en jornadas anteriores manifestasen, era menester que quemaran todos sus ídolos, sustituyéndolos por una cruz y que, cada día, con las manos juntas, la adoraran; más cada mañana, sobre el rostro, hacer la señal de la cruz (enseñándoles cómo se hacía). Y a cualquier hora, por la mañana al menos, debían acercarse a esta cruz y adorarla de hinojos y que cuanto había dicho se esforzasen en confirmarlo con buenas obras. El rey y todos los suyos querían confirmar todo, en efecto. El capitán general explicó que se había vestido enteramente de blanco para demostrar su sincero amor hacia ellos. Respondieron que no sabían qué replicar a tan dulces palabras. Tras y por ellas, condujo el capitán al rey de la mano sobre la tribuna para que le bautizasen, diciéndole que se llamaría don Carlos, como el emperador su dueño; el príncipe, don Fernando, como el hermano del emperador; uno de los principales, Fernando también, por nuestro principal -el capitán, mejor dicho-, el moro, Cristóbal. Después, a quién un nombre, a quién otro.

Bautizáronse antes de la misa quinientos hombres. Oída aquélla, el capitán convidó a yantar consigo al rey y a otros principales. No aceptaron. Acompañáronnos hasta el rompeolas, dispararon nuevamente todas las bombardas y abrazáronse los jefes como despedida.

Después del almuerzo volvimos a tierra a desembarcar el cura y otros, para bautizar a la reina, la cual apareció con cuarenta damas. Condujímosla sobre la tribuna, haciéndola sentarse sobre un cojín y alrededor las demás, hasta que el sacerdote se revistió. Mostrámosle una imagen de Nuestra Señora, un precioso Niño Jesús de talla y un crucifijo, ante todo lo cual le vino gran contrición y pidió el bautismo con lágrimas. La llamamos Juana, como a la madre del emperador, a su hija mujer del príncipe, Catalina, a la reina de Mazana, Isabel y su nombre correspondiente a las demás.

Ochocientas almas se bautizaron, entre hombres, mujeres y niños. La reina era joven y hermosa, cubierta enteramente por un lienzo blanco y negro; llevaba rojísimas la boca y las uñas y un sombrero grande de hojas de palma -amplio, como quitasol-, con corona alrededor, según las tiaras papales, que a ninguna parte va sin ella. Nos pidió el Niño Jesús, para colocarlo en el puesto de sus ídolos y se marchó al atardecer. El rey, la reina y muchos otros bajaron a la playa, luego. Y el capitán entonces, hizo que se diparasen muchos morteretes y las bombardas mayores, lo que fue para todos diversión grande. El capitán y el rey se daban tratamiento de hermanos. Este último se llamaba rajá Humabón. Antes de los ocho días quedaron bautizados todos los de aquella isla y algunos de las otras. Se puso fuego a un poblado, por negarse a obedecernos, al rey y a nosotros, en una isla vecina. Plantamos allá la cruz, porque esos pueblos eran gentiles. A haber sido moros, lo que hubiésemos plantado es una horca, en símbolo de más dureza, porque los moros son bastante más duros de convertir que los paganos.

A diario se trasladaba a tierra el capitán general, con objeto de oír misa y decía al rey muchas cosas concernientes a la fe. La reina, con mucha pompa, vino a oír misa en una ocasión también. Tres doncellas la precedían, portándole tres de sus sombreros en mano; iba ella vestida de blanco y negro, con un velo grande de seda a listas de oro, sobre el cabello, que se lo cubría enteramente, así como la espalda. Un buen grupo de mujeres la seguía, éstas todas desnudas y descalzas, fuera de que arrollábanse en torno a las partes vergonzosas un entretejido de palma, más un turbante que les ceñía el nacer de los esparcidos cabellos. Hecha la reverencia ante el altar, la reina ocupó un cojín recamado de seda. Antes de comenzar el Santo Sacrificio, asperjola el capitán, como a otras de sus damas también, con aguas de olor: nada las deleitaba de tal manera. Enterado el capitán de cuánto placía a la reina el Niño Jesús, se lo regaló, indicándole que sustituyera con él a sus ídolos, porque era en memoria del hijo de Dios. Aceptó, agradeciéndolo mucho. Un día, el capitán general, antes de la misa, hizo que vinieran el rey (con sus ropas de seda mejores) y los notables de la ciudad. El hermano del rey, padre del príncipe, llamábase Bendara; otro hermano del rey, Cadaio y algunos, Simiut, Sibnaia, Sicaca y Maghelibe y muchos otros que dejo por no alargarme. Hizo que todos ellos juraran obediencia a su rey y le besaran la mano; después hizo que aquél jurara ser en todo momento fiel al rey de España; lo cual juró. Entonces, el capitán rindió su espada ante la imagen de Nuestra Señora, previniendo al rey de que, cuando se juraba así, antes se debía aceptar la muerte que romper el juramento y que él juraba así por aquella imagen, más por la vida de su soberano el emperador y por su hábito de caballero, corresponder hasta lo último a tal fidelidad.

Entregó entonces el capitán al monarca un trono de terciopelo encarnado, diciéndole que, doquiera se trasladara, hiciese que uno de los suyos cargase delante con él y explicole cómo. Repuso que obedecería de grado, por su amor y dijo al capitán que estaba terminando unas joyas que le regalaría él. Las cuales eran: dos aros muy grandes de oro para las orejas, dos brazaletes para fijar más arriba de las muñecas y otros dos cercos con que ceñir los tobillos, más otras piedras preciosas, para adornar las orejas también. Esos son los más bellos adornos que pueden usar los reyes de tales estados, pues van descalzos a perpetuidad y con sólo un pedazo de tela de cintura a rodillas.

Preguntó un día el capitán general al rey y a sus edecanes por qué razón no quemaban sus ídolos, según prometieran, habiéndose hecho cristianos y por qué se les sacrificaba aún tanta carne. Contestaron que no es que se contuviesen por ellos mismos, sino por un enfermo: por ver si los ídolos le volvían la salud. Pues eran cuatro días ya que no hablaba. Era hermano del príncipe y el más valiente y sabio de la isla. El capitán insistió en que se quemasen los ídolos y creyeran en Cristo: pues, si el enfermo se bautizaba, sanaría al punto y que, de no obedecer, les cortaría la cabeza.

Respondió entonces el rey que lo harían, pues creía en Cristo verdaderamente. Marchamos en procesión desde la plaza al hogar del enfermo, como mejor supimos y allí lo encontramos, que no podía ni moverse ni hablar. Bautizámosle, así como a sus dos esposas y a diez doncellas. Luego, el capitán le preguntó cómo se encontraba. Habló de repente y dijo que, por la gracia de Dios, bastante bien.

Ese fue un manifiestísimo milagro en nuestros tiempos. Oyéndole hablar, el capitán dio conmovidas gracias al Señor; dándole entonces una tisana que le había hecho preparar. Más tarde, enviole un colchón, un par de sábanas, una colcha de paño amarillo y una almohada y cada día, hasta que se repuso completamente, le mandaba tisanas, aguas de rosas, aceite rosado y algunas conservas de azúcar. Antes de los cinco días hallábase en pie; se ocupó en que echaran al fuego, delante del rey y de la población reunida, un ídolo que habían mantenido oculto ciertas viejas en su casa y ordenó, por último, que se destruyesen muchos tabernáculos de junto al mar, donde se solía comer la carne consagrada. Ellos mismos, gritando: "¡Castilla!", "¡Castilla!" los echaban por tierra; afirmando que, si Dios les daba vida, habrían de quemar cuantos ídolos hallaran, mal que hubiesen de registrarlos por la casa del rey.

Los tales ídolos son de madera, huecos y sin tallar en el reverso; tienen abiertos los brazos, hacia dentro los pies, las piernas separadas y desmesurado el rostro. Este, con cuatro dientes enormes, como de jabalí y la estatuilla entera, pintarrajeada.

Hay en esta isla muchas villas. He aquí sus nombres, como los de los señores de cada una: Cinghapola, con sus señores Cilaton, Cigubacan, Cimaningha, Cimatichat, Cimabul; Mandani, con su señor Apanovan; Lalan, con su señor Theteu; Lautan, con su señor Iapan. Además, otras: Cilumai y Lubucun. Todos ellos nos obedecían y nos daban víveres y tributos. Cerca de la isla de Zubu, por otra parte, había otra, Matan, en cuyo puerto precisamente, nos resguardábamos. La villa que incendiamos estaba aquí y su nombre era Bulaia.

Interesaría a vuestra Ilustrísima Señoría conocer las ceremonias con que éstos bendicen el puerco. Antes que nada, golpean el aghon; traen después platos grandes: dos, con rosas y hojas de arroz y mijo -cocidas y revueltas, éstas- y peces asados; el tercero, con paños de Cambaia y dos banderitas de palma. Uno de tales paños extiéndenlo en el suelo; vienen dos mujeres viejísimas, cada una con una especie de trompeta de caña en la mano. Colócanse sobre el paño extendido, saludan al sol y vístense los que quedaron en el plato último. Una se anuda a la frente un liencillo con dos cuernos, agita otro en la mano y, haciendo sonar su caña, baila y llama al sol; la otra toca también, teniendo en la mano libre una de las banderitas que trajeran. Bailan y llaman de esta forma, un poco, diciendo mil cosas para el sol, pero como entre sí. La primera, abandona el pañuelo para agitar ahora la banderita y las dos, haciendo sonar sus trompetas generosamente, bailan alrededor del cerdo atado. La de los cuernos siempre se dirige tácitamente al sol y le responde la otra. Después, a la de los cuernos, preséntanle una taza de vino y bailando y diciendo ciertas palabras, que la otra contesta, tras varias veces de fingir que se bebe el vino, lo derrama sobre el corazón del puerco. Y repetidamente, torna a bailar. Ponen en sus manos, entonces, una lanza. Agitándola y sin callar la boca nunca, sigue bailando - como su compañera- y, tras simular cuatro o cinco veces que va a clavar la lanza en el corazón del animal, con inesperada presteza lo traspasa, por fin, de parte a parte. Inmediatamente, se tapa la herida con hierbas. La que lo mató, metiéndole una antorcha encendida en la boca, que estaba ardiendo durante todo el ceremonial, la apaga. La otra, bañando la punta de su trompeta en sangre del cerdo, ensangrienta con el dedo, en primer lugar, la frente de su marido, luego las de los demás -aunque a nosotros no se nos acercaron nunca-; después, desvístense y se comen los manjares de aquellos platos que trajeran, convidando a las mujeres (a ellas solas).

El animal se desuella al fuego. Nadie más que las viejas pueden consagrar la carne del cerdo; ni la probarían, no habiéndolo sacrificado en aquella forma.

Estos pueblos andan desnudos, cubriéndose solamente las vergüenzas con un tejido de palmas que atan a la cintura. Grandes y pequeños se han hecho traspasar el pene cerca de la cabeza y de lado a lado, con una barrita de oro o bien de estaño, del espesor de las plumas de oca y en cada remate de esa barra tienen unos como una estrella, con pinchos en la parte de arriba; otros, como una cabeza de clavo de carro. Diversas veces quise que me lo enseñaran muchos, así viejos como jóvenes, pues no lo podía creer. En mitad del artefacto hay un agujero, por el cual orinan, pues aquél y sus estrellas no tienen el menor movimiento. Afirman ellos que sus mujeres lo desean así y que de lo contrario, nada les permitirían. Cuando desean usar de tales mujeres, ellos mismos pinzan su pene, retorciéndolo, de forma que, muy cuidadosamente, puedan meter antes la estrella, ahora encima y después la otra. Cuando está todo dentro, recupera su posición normal y así no se sale hasta que se reblandece, porque de inflamado no hay quien lo extraiga ya. Estos pueblos recurren a tales cosas por ser de potencia muy escasa.

Tienen cuantas esposas desean, pero una principal. Cada vez que bajaba a tierra alguno de los nuestros, ya fuese de día, ya fuese de noche, sobraban los que le invitasen a comer y beber. Sus alimentos están sólo medio cocidos y muy salados; beben seguido y mucho, con aquellos canutos en las jarras y cada comida dura cinco o seis horas. Las mujeres nos preferían ampliamente sobre ellos. A todas, a partir de los seis años, se les deforma la natura por razón de aquellos miembros de sus varones.

Cuando uno de sus notables muere, dedícanle estas ceremonias. En primer término, todas las mujeres principales del lugar acuden a casa del difunto; en medio de ella aparece en su féretro el tal, bajo una especie de entrecruzado de cuerdas en el que enredaran un sinfín de ramas de árboles. En el centro de esas ramas, un gran lienzo de algodón forma como dosel y a su sombra se sientan las mujeres principales, todas cubiertas con sudarios de algodón blanco, mientras a cada una su doncella le hace aire con un abanico de palma. Las no principales se sientan, tristes, en torno a la cámara mortuoria. Después, una cortaba el pelo del muerto, despacio, con un cuchillo. Otra -la que fue su mujer principal- yacía sobre él y juntaba su boca y sus manos y sus pies a los del cadáver. Cuando aquélla cortaba el pelo, ésta plañía y, cuando dejaba de cortar, ésta cantaba. En varias partes de la habitación había muchas vasijas de porcelana con fuego y encima, mirra, estoraque y benjolí, que perfumaban la casa ampliamente. Tuvieron el cadáver allá cinco o seis días, con tantas ceremonias -creo que impregnado de alcanfor-; luego, lo enterraron en el féretro mismo, cerrado con clavos de madera en un cobertizo rodeado por una empalizada.

En esta ciudad, más o menos a la medianoche -pero todas-, aparecía un pájaro negrísimo, grande como un cuervo, y no empezaba aún a volar sobre las casas, que graznaba ya. Con lo que ladraban todos los perros. Sus graznidos oíanse cuatro o cinco horas, y jamás quisieron explicarnos la razón.