27/04/2021PIGAFETTA, 27-04-1521

A medianoche, partimos sesenta hombres, armados con coseletes y celadas, junto al rey cristiano, los príncipes y algunos poderosos, más veinte o treinta balangai; llegamos a Matan tres horas antes del amanecer. No quiso el capitán combatir desde el primer momento; antes ordenó advertirles, por el moro, que, si querían obedecer al rey de España, y reconocer al rey cristiano como su señor, pagándonos además el tributo, sería él su amigo; mas de lo contrario, que aguardasen a saber cómo herían nuestras lanzas. Respondieron que, si nosotros disponíamos de lanzas, las de ellos, de caña, habían ardido en el incendio, como sus armas todas; y que no empezásemos el asalto entonces, pues era mejor aguardar a que rompiese el día, que iban a ser más gente.

Lo cual proclamaban a fin de que emprendiésemos su persecución, pues habían cavado fosas detrás de las viviendas y querían hacernos caer allí. Hecho el día, saltamos al agua - -nos llegaba al muslo- cuarenta y nueve hombres sólo y avanzamos más de dos tiros de ballesta hasta alcanzar la playa. Las lanchas no pudieron avanzar de ninguna forma por los pedruscos a flor de agua casi. Los otros once hombres quedaron a su cuido. Cuando alcanzamos la tierra, aquella gente había conseguido reunir tres batallones con más de mil quinientos indígenas. Cuyos tres, de pronto, al oírnos, abalanzáronse hacia donde estábamos con fortísimas voces, uno por cada flanco, de frente el otro. Cuando se percató de esto el capitán, dividionos en dos grupos, y así dio comienzo la refriega. Los escopeteros y ballesteros tiraron desde demasiado lejos, cerca de media hora en vano, traspasándoles sólo los escudos, hechos de tabla delgadísima, y los brazos. El capitán gritaba: ¡No disparéis! ¡No disparéis!, mas no le valía de nada. Cuando vieron los otros que las balas no los herían, determináronse a insistir, y arreciaban en sus gritos. En el momento de cada descarga, no la aguardaban quietos, sino con saltos de acá para allá; a cubierto de sus escudos, disparábannos tantas flechas, tantas lanzas de caña (sobre el capitán general, alguna de hierro), tantas jabalinas endurecidas al fuego, piedras y fango, que apenas nos podíamos defender.

Ante ello, comisionó el capitán a algunos, para que les incendiasen las casas y asustarlos. Cuando vieron que sus casas ardían, su ferocidad se redobló. Próximos a tal hoguera, caían para siempre dos de los nuestros; conseguimos que aquella alcanzase a veinte o treinta viviendas, lo más. Pero atacaron tanto, en ese punto, que una flecha envenenada traspasó la pierna derecha del capitán. Por lo que éste ordeno que nos retiráramos poco a poco; pero la mayoría huyó en desbandada. Así que seis u ocho solamente permanecimos junto al capitán.

No nos disparaban alto, sino a las piernas, por llevarlas desnudas. Y no podíamos resistir, ante un aluvión de lanzas y piedras como aquél. Las bombardas de las naos eran incapaces de prestarnos ayuda, por la distancia, así que hubimos de replegarnos más de un tiro de ballesta dentro del agua, que nos alcanzó ya a la rodilla, sin dejar de combatir. Ni de perseguirnos ellos: que llegaban a recoger hasta cuatro o seis veces la misma lanza, para enviárnosla nuevamente. Conociendo al capitán, tanto se concentró su ataque en él, que por dos veces le destocaron del yelmo. Pero, como buen caballero que era, sostúvose con gallardía. Con algunos otros, más de una hora combatimos así, y rehuyendo retirarse, un indio le alcanzó con una lanza de caña en el rostro. Él, instantáneamente, mató al agresor con la suya, dejándosela recta en el cuerpo; metió mano, pero no consiguió desenvainar sino media tizona, por otro lanzazo que cerca del codo le dieran. Viendo lo cual, vinieron todos por él, y uno, con un gran terciado -que es como una cimitarra, pero mayor-, medio le rebañó la pierna izquierda, derrumbándose él boca abajo. Llovieron sobre él, al punto, las lanzas de hierro y de caña, los terciarazos también, hasta que nuestro espejo, nuestra luz, nuestro reconforto y nuestro guía inimitable cayó muerto. Mientras le herían, volviose algunas veces aún, para ver si alcanzábamos las lanchas todos; después, viéndole ya cadáver, heridos y lo mejor que nos cupo, alcanzamos aquéllas, que huían ya. El rey cristiano nos hubiese prestado ayuda; pero, antes de desembarcar, habíale encargado nuestro jefe que bajo ningún pretexto abandonara su balangai, sino que observase cómo combatíamos. Cuando el rey supo su fin, lloró. A no haber sido por ese pobre capitán, ninguno de nosotros se hubiese salvado en las lanchas; porque, gracias a su ardor en el combate, fue como las pudimos alcanzar. Fío mucho en Vuestra Señoría Ilustrísima porque la fama de capitán tan generoso no se extinga con nuestros tiempos. Entre las otras virtudes que concurrían en él, era la más permanente -a través de avatares bien apretados- su fortaleza para resistir el hambre mejor que todos, así como que conocía las cartas náuticas y navegaba como nadie en el mundo. Y se verá la verdad de esto abiertamente, ya que ninguno se ingenió ni se atrevió hasta conseguir dar una vuelta a ese mundo según él ya casi la había dado. La batalla se desarrolló el sábado 27 de abril de 1521 (el capitán quiso librarla en sábado por ser el día más de su devoción). Fueron muertos con él ocho de nuestros hombres, y cuatro indios ya bautizados: éstos, por las bombardas de las naves, que en plena refriega acercáronse a prestar ayuda. Y, de los enemigos, quince sólo; contra, además, muchos heridos nuestros. Después del yantar, envió el rey cristiano a inquirir -con nuestro consentimiento- cerca del de Matan si no querrían entregar el cuerpo del capitán con los de los otros caídos: que, a cambio, se les daría cuanta mercancía apeteciesen. Respondieron que no se entregaba tal hombre, como pensábamos, y que no lo devolverían por la mayor riqueza del mundo; antes querían conservarlo, para su memoria.

Apenas murió el capitán, los cuatro hombres que teníamos en el poblado para la adquisición de víveres hicieron subir éstos a bordo. Nombramos después dos gobernadores: Duarte Barbosa, portugués, pariente del capitán y Juan Serrano, español. Nuestro intérprete, que se llamaba Enrique, por haber resultado ligeramente herido, no bajaba ya a tierra para resolver las cosas necesarias, sino que solía permanecer tumbado bajo una tolda. Por lo que Duarte Barbosa, gobernador de la nao capitana, le reprendió a gritos, advirtiéndole que no por la muerte de su señor, el capitán, quedaba libre, sino que ya se encargaría él de que, apenas de regreso en España, pasase a servir a doña Beatriz, mujer del capitán general; amenazole con que, si no bajaba a tierra, había de mandarlo azotar. Levantose el esclavo, pareciendo obedecer a tales palabras, y bajó a tierra a transmitir al rey cristiano que querían marcharse pronto. Pero que, si querían concertarse con él, él se apoderaría de los barcos y de la carga toda; de manera que organizaron una traición. El esclavo volvió a bordo, aparentemente más activo que antes.